
He aquí lo que, de una manera general, puede afirmarse. Las mujeres prefieren en el hombre a
cualquiera otra edad la de treinta y treinta y cinco años, aun por encima de los hombres jóvenes que, sin embargo representan la flor de la belleza masculina. La causa de eso es que se guían, no por el gusto, sino por el instinto, que reconoce en esos años el apogeo de la potencia genérica. En general, hacen muy poco caso de la hermosura, sobre todo de la del rostro, cómo si ellas solas se encargasen de transmitirla al hijo. La fuerza y la valentía del hombre son, sobre todo, las que conquistan su corazón, porque estas cualidades prometen una generación de robustos hijos y parecen asegurarles para lo venidero un protector animoso. Todo defecto corporal del hombre, toda desviación del tipo, puede suprimirlos la mujer para el hijo en la generación si las partes correspondientes en la constitución de ella a las defectuosas en el hombre son intachables o aun están exageradas en sentido inverso. Sólo hay que exceptuar las cualidades del hombre peculiares de su sexo y que, por consiguiente, la madre no puede dar al hijo: por ejemplo, la estructura masculina del esqueleto, de anchos hombros, caderas estrechas, piernas rectas, fuerza muscular, valentía, barbas, etc. De aquí procede que a menudo amen las mujeres a hombres feísimos, pero nunca a hombres afeminados, porque no pueden ellas neutralizar semejante defecto.
(Schopenhauer, A., 1993, El amor, las mujeres y la muerte. Barcelona: Editorial Edaf, pp. 61-2).
ISSN 2605-3489