
Termino estas apreciaciones con el recordatorio de que, a la hora de juzgar lo que fueron el imperio zarista y la Unión Soviética, y lo que es la Rusia de estas horas, conviene prestar atención a la dureza del recinto en el que esas fórmulas han cobrado vigor. La cordillera de los Urales nunca sirvió para impedir la llegada, a la estepa rusa, de un sinfín de pueblos procedentes del interior de Asia, de la misma manera que las llanuras centroeuropeas no acertaron a evitar la arribada de los ejércitos de Napoleón y de Hitler. Frente a esa condición, Estados Unidos está separado, por dos gigantescos océanos, de las principales áreas de conflicto del planeta. Si el territorio continental estadounidense no ha acogido ningún conflicto bélico desde mediados del siglo XIX, Rusia ha sido escenario, junto con otras, de dos devastadoras guerras mundiales saldadas en millones de muertos y en la destrucción de un sinfín de infraestructuras. Para que nada falte, la ubicación del grueso del territorio ruso en posiciones más septentrionales que las que muestra el de Estados Unidos ha dificultado una diversificación económica y comercial que se ha visto obstaculizada, también, por un régimen, el de los ríos, que en Rusia discurren en la mayoría de los casos de sur a norte y desembocan en recintos climatológicos adversos [Taibo, C. (2023). Cuatro lecciones sobre la Rusia contemporánea. Barcelona: Los Libros de la Catarata, pp. 121-2]
ISSN 2605-3489