
En definitiva, el problema de fondo en la guerra de Ucrania de 2022, la cuestión realmente seria, era que aquella contienda no tenía el perfil de la extinta Guerra Fría, porque los contendientes que la libraban no poseían la disciplina de las superpotencias de entonces, le habían perdido el respeto a la disuasión nuclear —una de las bases del equilibrio del terror en la Guerra Fría— y, sobre todo, carecían de la sustentación equilibradora que suponía defender ideologías políticas consistentes. Aquello fue una guerra de neofascistas contra neonazis; nacionalistas contra nacionalistas, como en 1914, en la que intervinieron también potencias en cuyas sociedades el posfascismo ganaba terreno, como una peste silente. No es de extrañar que, por puro esnobismo o por creer que así defendían mejor su posición social o profesional, personajes con cierta influencia considerasen que se podía escalar el conflicto ucraniano hasta la guerra nuclear, con toda la tranqulidad del mundo. Las ideologías habían desaparecido hacía tiempo, todo se basaba en posicionarse ante las opciones que ofrecían los medios o las redes sociales, no en elaborar o analizar las posibilidades existentes. [Veiga, F. (2023). Ucrania 22. La guerra programada. Madrid: Alianza Editorial, p. 308].
ISSN 2605-3489