
A esas alturas, el mensaje ruso había sido inequívoco: «Quid pro quo.
O jugamos todos o se rompe la baraja». Y el toma y daca fue simétrico: si
en el Euromaidan se habían impuesto los hechos consumados con ayuda
de la violencia de grupos paramilitares, en Crimea se había hecho lo mismo, pero sin apenas muertos ni heridos. Si en el Euromaidan se había instalado un nuevo régimen para el país en base a una apresurada votación inconstitucional, en Crimea lo mismo, mediante un referéndum casi improvisado y con unos resultados de dudosa credibilidad. Si en el Euromaidan se habían desactivado y anulado las fuerzas del orden público que defendían al régimen, en Crimea habían quedado fuera de juego las fuerzas armadas a las órdenes —supuestamente— del nuevo régimen de Kiev.
Si en el Euromaidan se hablaba de «revolución» con descaro, en Crimea se
alegaba, con el mismo descaro, el triunfo de la voluntad democrática de la
mayoría. En cierta manera, era el éxito en ambos bandos de la «posverdad», ese vocablo que se pondría de moda poco después, a raíz de la victoria electoral de Donald Trump, y que significa: «Distorsión deliberada de
una realidad, que manipula creencias y emociones con el fin de influir en
la opinión pública y en actitudes sociales». [Veiga, F. (2023). Ucrania 22. La guerra programada. Madrid: Alianza Editorial, pp. 128-9].
ISSN 2605-3489