Si tomamos, como principal sistema teórico capaz de mantener con argumentos de peso (sin tener que decir que estos sean definitivos) la tesis de la accidentalidad de la historia humana, el sistema característico de la visión antropológica (en la medida en que la idea antropológica se opone a la Idea histórica), la tesis del «fin de la historia», en el sentido de Fukuyama, se disuelve como un terrón de azúcar en un vaso de agua caliente. Si las sociedades humanas se mueven por factores permanentes (demográficos, ecológicos, &c.) que se mantienen en la base de la vida real; si lo que llamamos «historia» no es otra cosa sino una designación de sucesos que tienen lugar en la superficie; si las «revoluciones históricas» no significan antropológicamente mucho más que lo que pudieron significar los cambios de dinastía en la historia del Egipto faraónico, entonces ¿por qué hablar del fin de la historia en las postrimerías del segundo milenio y no en las postrimerías del primero o del primero antes de nuestra era? Más justificado estaría, al menos si nos referimos a la historia universal, el hablar del comienzo de la historia en el momento en que el tercer milenio se toca con la mano. Pues ahora podrá decirse que la humanidad se encuentra ya interrelacionada en todas sus partes, como un todo efectivo (y no sólo intencional, como todavía lo era en el tiempo de Polibio), pero sin que de ello hubiera que deducir que ese «comienzo de la historia universal» –ese fin de las historias particulares– representase una nueva época en el sentido antropológico, una época en la que los problemas constituyentes de la humanidad y los que la separan de su autocontrol integral, pudieran considerarse resueltos. La totalización sociológica del presente no puede hacerse equivalente a una totalización histórica, puesto que precisamente el curso histórico desborda continuamente los límites de aquella totalización. Si Fukuyama o sus asesores hubieran leído La rebelión de las masas de Ortega, a quien ni siquiera citan, acaso no se hubiera escrito el capítulo 7 de su libro («No hay bárbaros a las puertas») pues, como enseñaba Ortega, los bárbaros no necesitan venir del sur, o del este, o del norte, puesto que puede darse una «invasión vertical» de los bárbaros sin necesidad de salir de los Estados Unidos o del Japón.
La humanidad planetaria (no totalizable, salvo desde perspectivas muy genéricas, zoológico ecológicas, naturalistas), desde una perspectiva estrictamente antropológica, sigue siendo históricamente tan infecta (es decir, no perfecta o acabada) como lo era en las épocas de la humanidad repartida, distribuida; y el «autocontrol» que la humanidad tiene hoy de sí misma es tan poco integral como podía serlo hace milenios, puesto que a la par que los hombres controlamos nuevas variables, que son factores de nuestra evolución, otras variables nuevas aparecen como consecuencia del mismo control que hemos logrado. En todo caso, el carácter infecto de su historia, no compromete a la estructura misma de las sociedades humanas, para las cuales la historia se supone que, por ser accidental, puede también ser permanente. Se habrá producido un «cambio de escala»: de la escala del orbe mediterráneo de la Antigüedad habremos pasado a la escala del orbe euroafroasiático de la Edad Media, y de ésta, a la escala del orbe planetario de nuestros días; pero sin que ello autorice a decir que la historia de hoy es más profunda que la de ayer, ni tampoco más superficial.
Bueno, Gustavo (1992), Estado e historia (en torno al artículo de Francis Fukuyama). El Basilisco, 11, 26-2.
ISSN 2605-3489