La estirpe de los argéadas había sido aniquilada. La historia había reservado a esta familia real un final de tragedia.
Pero la Idea triunfó y se impuso sobre el hundimiento de la estirpe y sobre las luchas entre los generales. Todos los ideales que habían hallado tan viva oposición en los años de las campañas asiáticas, encontraron ahora un eco en el corazón de los caudillos: divinización del rey, Estado universal, síntesis entre los pueblos.
En lo sucesivo, el mundo antiguo no pudo vivir sin estos principios. Los Estados helenísticos, consolidados después de la batalla de Curupedión, no abandonarían el sueño de la dominación universal, mantenida hasta los mismos días de las luchas contra Roma.
Y siglos después, vencido el mundo helenístico, dueña roma del orbe mediterráneo, estos ideales serían recogidos por los vencedores, y Roma crearía también su Estado mundial. En el Imperio Romano, vitalizado por las concepciones helenísticas, hay un eco de la idea de Alejandro.
La paz —la homonoia—será en lo sucesivo el sueño del Estado mundial. La pax romana de los Antoninos, o la paz cristiana del Sacro Imperio Romano Germánico. Con diferentes enunciados, siempre la mística del Estado universal, creado por Alejandro.
Ese sueño no se desvanecería jamás. Ni tampoco el recuerdo del creador. Cada edad evocaría de distinta manera a Alejandro, pero siempre de acuerdo con su más alta concepción de la vida. La Antigüedad, como un héroe. La Edad Media, como un caballero.
Pero sobre todas las épocas dominaría ya para siempre la idea de Alejandro, como una aspiración redentora, por la cual lucharían incesantemente los hombres: el Imperio universal, la paz, el reinado del Padre.
Montero Díaz, Santiago (1944). Alejandro Magno. Madrid: Atlas, 156-7.
ISSN 2605-3489