
Sólo después de haber recorrido «caminos vitales» con los cuales no nos identificamos es posible encontrar «el camino propio»; sólo después de disparar el cañón con un proyectil que traza una trayectoria desviada de nuestro ulterior propósito podemos medir el ángulo de desviación y apuntar al objetivo deseado.
La libertad, aunque no tiene por qué incluir el arrepentimiento de los caminos inicialmente recorridos, sí tiene que incluir el reconocimiento de que esos errores, que sólo pueden llamarse tales en función del camino final, fueron necesarios para fijar el propio camino. Pero no sólo en la constitución de los programas, sino también en la ejecución de los mismos cabe la libertad, precisamente cuando la ejecución puede volver a poner deliberadamente (por juego o por arte) en peligro la vida o el arte de las personas, en una suerte de «juegos de libertad». Nos referimos a las situaciones paradójicas de aquellos «juegos personales» que, aun presuponiendo programas minuciosamente preestablecidos parecen contar con el error de ejecución, sobre todo cuando con en este error el artista se juega, y no aleatoriamente (como en el juego de la llamada «ruleta rusa»), no sólo su arte sino también su vida: juegos que al parecer debieran ser reprobados desde el punto de vista ético. Es el caso del juego del piloto de avión en una prueba acrobática, es el juego de un trapecista sin red, o el un torero ante un toro «sin afeitar», o el de un pianista que interpreta (y no improvisa) una obra clásica sin partitura. Si la acrobacia aérea fuera ejecutada a través de un ordenador, admiraríamos la técnica, pero no el arte, y la acrobacia perdería su dramatismo, aunque el efecto fuera similar. Otro tanto ocurre con el trapecista con red: acaso ejecuta sus pasos mejor que el que no tiene asegurada su caída, pero el dramatismo ha desaparecido. ¿Cabe decir entonces que estamos deseando el error, incluso el error mortal, en nombre de la libertad, a fin de que el arte pueda manifestarse realmente como lo que es? No necesariamente. También podría decirse que estamos esperando comprobar cómo el artista logra evitar el error, confiando generosamente en que su arte sea tan perfecto (por ello hay que descartar los juegos aleatorios) que ni siquiera pueda decirse que ni él, ni la vida del artista, en su caso, han sido puestos en peligro. Pero, de todos modos, reconocemos que el error (la posibilidad de error) figura aquí como un componente esencial de ese juego, de ese arte. Quizá todo el mundo sabe también, desde luego, que ni el piloto que en sus acrobacias estrelle su avión, ni el torero que muera corneado en la arena, ni el trapecista que se destroce al caer en el suelo, pueden rectificar sus errores; pero tampoco pueden arrepentirse de ellos.
Bueno, Gustavo (1996). El sentido de la vida. Seis lecturas de filosofía moral.
Oviedo: Pentalfa, 255.
ISSN 2605-3489